domingo, 29 de marzo de 2020

EN INTERNET ESTA TODO. Eduardo Madinaveitia

Eduardo Madinaveitia Urrezko Zeledonen bazkideak hitzaldi interesgarri bat eman zuen 2017an. Arabak zein nolako presentzia duen Interneten zen gaia, bera horretan aditua baita. Urte hartako hitzaldiek osatutako liburuan ere dago Madinaveitiarena, baina gaurko ekarpen honetan, hitzaldi osoaren testua eskaintzen diogu blog honen irakurleari.

Eduardo Madinaveitia es socio de Celedones de Oro, y en 2017 ofreció una interesante conferencia dentro del Ciclo que anualmente organiza la entidad. El tema abordó la presencia de Alava en Internet, espacio del que Madinaveitia es experto. El texto fue publicado en el libro que recoge todas las conferencias de aquel año, pero ahora ofrecemos el mismo a los lectores de este blog.


domingo, 22 de marzo de 2020

PIEROLAREN HONDAKINAK-LAS RUINAS DE PIEROLA

Artikulu berri bat Jesus Prieto Mendazaren luma ederretik. Disfrutatu. Eta eskerrik asko, Jesus.
Un nuevo artículo de Jesús Prieto Mendaza, como siempre espléndido. A disfrutarlo. Gracias Jesús
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Santikurutze Kanpezutik gertu, Hornillo mendipean, Pierolaren hondakinak aurki ditzakegu. Historikoki garrantzitsua zen bertan zegoen konbentua, baina nire haurtzaroan hori baino leku magikoa zen Pierola eta inguruak. Abenturak bizitzeko paradisua, koadrila harremanak sendotzeko paisaia eta, izkutaturik, lehenengo zigarroa, erdi zorabiaturik, hartzeko iniziazio tenplua. Hondakinak, ahazturik eta belarrez gainezka ikusteak pena ematen dit. Ez al litzateke posiblea izango zerbait egitea ederra den Mendialdeko leku honetan?


Vamos a acercarnos hoy a un lugar recóndito, y quizás por ello hipnótico, de la geografía alavesa, enclavado en el extremo oriental de nuestro territorio. Desde una perspectiva académica, son muchas, y sugerentes, las razones que nos invitan a fijarnos en el convento de Piérola, en las cercanías Santa Cruz de Campezo. Las hay desde una justificación etnográfica, antropológica, religiosa, histórica, artística, literaria o política. Y es que como comenta el investigados José Ignacio Vegas, en su obra El Románico en Álava 2ª parte, es muy probable que en ese lugar privilegiado existiera un asentamiento humano desde tiempos pretéritos. Comparto esa opinión al constatar que la peña de Hornillo protege del norte el lugar y que además de tierra fértil existe también agua, dándose, por lo tanto, las condiciones idóneas para la vida humana desde el neolítico.

Según reportan numerosos eruditos, entre los que yo destacaría a Landázuri y López de Gereñu, el solar ha tenido varias denominaciones, tales como: Piérola, Piedrola, Pedrola, Petralara, etc. De nuevo nos dice Vegas que “…La referencia más antigua data de 1085 cuando aparece Don Sancho Fortuniones de Piedrola. En 1165 se cita como fortaleza en el fuero de Laguardia y en 1182 en el de Antoñana. Como solar de los Piedrolas se cita en 1332 en el documento de la Voluntaria Entrega. Cuando en el siglo XV se empieza a citar el convento, se hace como San Julián de Piedrola y Landázuri lo cita en 1797 como de San Francisco de Piedrola”. Según anotaciones de Gerardo López de Gereñu, que cita el Fuero de Santa Cruz de 1256, en sus inmediaciones, en el camino hacia la villa de Antoñana, existía una ermita que originariamente se conoció como de Nuestra Señora de los Ángeles. El arqueólogo Raúl Leorza Álvarez de Arcaya comenta, en un artículo de la Revista Ibernalo (nº 28/ mayo 2011), que “en el siglo XII se mencionan en la zona las aldeas de Santa Cruz, Orbiso, Ibernalo, Berdijón, Izquiz y Piedrola”. Es probable que como convento franciscano pudiera ser fundado, teniendo como referencia la fecha en que se otorgaron las bulas, alrededor de 1484. El insigne escritor Benito Pérez Galdós menciona, en sus famosos Episodios Nacionales la importancia estratégica que tuvo este convento durante las cruentas Guerras Carlistas y, precisamente, como fruto de aquellas contiendas – una auténtica guerra civil en el País Vasco-Navarro – y las leyes posteriores que se promulgaron con objeto de eliminar los vestigios del absolutismo, sabemos que la desamortización de Juan Álvarez de Mendizabal, en 1835, obligó a que el convento cerrara sus puertas.



            Pero para quien esto escribe, el solar de Pierola, “el convento”, cómo le llamábamos de niños, supone algo más que historia, existe un plus, que tiene más que ver con lo emocional que con lo científico. Y es que, para un chaval que pasaba fines de semana, vacaciones y, sobre todo, los veranos –aquellos interminables y fantásticos veranos – en el pueblo, Piérola era un lugar mágico. Eso, a pesar de que había muchos lugares más en nuestro entorno, ¡claro que sí! Para un infante que pasaba toda la semana en Vitoria, recluido entre las aulas del viejo Colegio San José (clérigos de San Viator), lugar que ocupa en la actualidad Dendaraba, y en su casa de la calle Fueros, haciendo aquellas filas de interminables deberes en un Cuaderno Rubio junto a la “cocina económica”, el tiempo en Santa Cruz era un tiempo de asueto extraordinario, un tiempo de fantasías recreadas a golpe de pedaleo con una bicicleta en la que, a falta de frenos desgastábamos las zapatillas compradas en la tienda de “la Araceli”. Como no recordar hoy, convertido ya en sexagenario, sus, siempre amables palabras: “¡Hay que ver como desgastas la suela chuchin! Pruébate estas nuevas y verás que bien andas, ¡Venga, pruébatelas saladote!”. Así, con esa liturgia iniciática en la zapatería del “Chole”, se abría para mí ese tiempo mágico distribuido entre chapuzones en Fresnedo, pesca de cangrejos en Inta, la trilla en la era con Cecilio Iriarte o el “Luisito del Alba”, la caza de pajarillos con “liga[1]” o con cepo, la recogida de “cernacules[2]” para vender al señor Claudiano, los recados hechos a “la Raquel” con los que me ganaba dos pesetas, los viajes con el veterinario, Don Tomás Pérez de Eulate, con el que por llevar el registro de perros vacunados, o “cochos” capados, podía obtener su beneplácito, “Jesusín, quiero que de mayor seas veterinario”, y hasta veinticinco pesetas. La lista podría ser interminable, aun así, entre todos esos lugares mágicos que Santa Cruz escondía, había uno especialmente envolvente: las ruinas del “convento”.

            Las piedras caídas y rodeadas por la hiedra, la espadaña erguida de Piérola, la imagen fantasmal, siempre rodeada de un halo de misterio, hacían que al acercarme a ese lugar un ligero escalofrío subiera por todo el cuerpo. Había un espacio especialmente significado, un reto, cual era conseguir, casi siempre arrastrándonos y no sin cierta dificultad, penetrar en las entrañas de piedra del antiguo monasterio. Así, como si de auténticos espeleólogos se tratara llegábamos al corazón de aquel mundo subterráneo, la sala de piedra, con sus asientos de sillería en la que, junto a mis primos y amigos de la cuadrilla, recreábamos historias sobre cómo habrían vivido allí los frailes o, quizás algún caballero medieval con su dama, escondiéndose de los enemigos o atacantes, tal vez sarracenos bajo el estandarte de la media luna, tal vez soldados carlistas huidos de un ataque del ejército liberal. La imaginación volaba, entre conversaciones, risas y alguna que otra calada dada a un único cigarrillo, posiblemente un “celtas” sin filtro, que alguno de los presentes había hurtado en casa. Eran tiempos de censura, de televisión única, en blanco y negro, de cine dominical, una época feliz sin internet ni dispositivos móviles. La creatividad, la fantasía, la imaginación eran nuestra única distracción y allí, bajo la tierra del solar de Piérola, la historia encerrada por aquellas viejas piedras se nos aparecía como si de una pantalla de alta definición se tratara. Al salir, la luz nos cegaba, y tumbados en la hierba de la campa nos dejábamos llevar observando el vuelo de cuervos, grajos, halcones, milanos, águilas y buitres que se paseaban por el roquedo, bajo la cumbre que miraba hacia el pueblo de Oteo. Las paredes de Hornillo tenían también un atractivo especial. Cuando aquel niño creció, cuando fue joven aquellas rocas se convirtieron en su inicial escuela de escalada. Por aquellos escarpes inicié mis incursiones con cuerdas, arnés, estribos, clavijas y mosquetones. Allí sufrí también más de un susto, pero todo era compensado cuando desde la cima, sentado en el pequeño rellano de la roca se podía sentir el envolvente silencio de las ruinas del convento, a mis pies, y la impresionante vista del valle coronado, enfrente, por las majestuosas cimas de Yoar y Costalera.



            Ya de adulto, no he dejado nunca de visitar este lugar, me reconforta, me hace pensar, me obliga a mirar en mi interior, como al subsuelo del monasterio llegábamos de niños, y sigo sintiendo el mismo escalofrío que sentía hace casi cincuenta años. Tan sólo otro sentimiento se añade ahora a los anteriores: la pena. Del otrora convento de Pierola quedan tan sólo las ruinas. Tristeza por ver que ese maravilloso lugar no haya sido recuperado, pena al observar que su rico legado se va olvidando, amargura al constatar que un lugar de fuerza magnética, desbordante, es invadido por las zarzas y el desinterés. Creo que habría alternativas para su recuperación. Turismo, rutas históricas, camino Ignaciano, deporte, aventura, escalada, rutas de trekking o bicicleta de montaña, centro de interpretación del valle, albergue, hospedería, museo de la trufa, etc… son posibles ideas que bien podrían recuperar este hermoso paraje de nuestra Montaña Alavesa. No sé si nuestras instituciones debieran de tomar la iniciativa, pero creo que recuperar este rincón mágico próximo al pueblo de Santa Cruz de Campezo no es sólo una posibilidad de desarrollo local, es, fundamentalmente, una obligación para la memoria de esta tierra fronteriza con la hermana navarra.



Oharra/Nota: Las fotografías antiguas, en las que observan labores agrícolas, pertenecen al archivo de la familia Aniz Pérez Carrasco.


[1] Una especie de pegamento, obtenido a base de trabajar, “lavar, limpiar y “amasar”, la mezcla obtenida de raspar las cortezas del acebo (Ilex Aquifolium, gorostia en euskera). El mismo, colocado en pequeñas ramas finas de mimbre o de junco, “baretas”, cerca de algún pequeño curso de agua, permitía capturar pájaros cantores para su venta o bien otras aves para su consumo. Eran muy frecuentes hasta los años ochenta del pasado siglo las meriendas de “pajaricos fritos”.
[2] Así se denominaba en Campezo al fruto pomáceo del escaramujo o rosal silvestre (Rosa Micrantha), conocido también como “tapaculos”.

Testua eta argazkiak: Jesus Prieto Mendaza

miércoles, 4 de marzo de 2020

BÉLGICA Y LOS ALIADOS


 

Eduardo Valle Urrezko Zeledonen bazkideak beste gai interesgarri bat dakarkigu, kale izenei buruzkoa. Beti izan da arriskutsua arlo politikotik izenak ezartzea et oraingo honetan ikusiko dugun bezala, Gasteizen saltsa maltsa bertsuan ari ziren duela ehun urte. Eskerrik asko Eduardo zure ekarpenarengatik.


Eduardo Valle, socio de Celedones de Oro, vuelve a aparecer en este nuestro rincón, con un tema que no deja de tener actualidad aun a pesar del paso del tiempo. Es que la afición por poner nombres a las calles de cualquier población no deja de ser peligrosa, siempre. Gracias, Eduardo, por tu aportación. 

"Por fin, después de cuatro infaustos años, llegó la paz. A finales de 1918 se firmó el armisticio con Alemania y se dio por terminada la Primera Guerra Mundial. Como pasa siempre, los partidarios de los países vencedores aplaudían y los germanófilos se callaban y aguantaban el chaparrón de la mejor manera posible. Ah, lo de “vencedores”, mejor con comillas, teniendo en cuenta que buena parte de la vieja Europa había quedado para el arrastre tras la maldita contienda.

Pues bien, en Vitoria el final de la guerra sirvió también para alimentar la gresca política en el ayuntamiento, manifestada en la permanente diatriba entre los diarios de la época, La Libertad y Heraldo Alavés. O sea, como casi siempre.

Todo empezó con una moción del presidente de la Comisión de Empadronamiento, Ricardo Buesa. Dicha moción proponía el cambio de nombre de la Cuesta del Teatro, calle Barreras (actual Independencia), Oriente (actual Postas en su tramo de Fueros a Paz) y Mercado (actual Paz) por Cuesta del Banco de España, Sebastián Fernández (de Leceta “Dos
Pelos”), Aliados y Bélgica (salvo el tramo más cercano a Independencia, que seguiría titulándose Mercado), respectivamente. De los cuatro cambios, el primero concitó el acuerdo sin demasiados problemas. El segundo dio algo más de juego. Con los otros dos, la polémica estaba servida. Y es que la introducción en el callejero vitoriano de Bélgica y Aliados, tenía una carga política considerable.
El motivo que se aducía para la modificación era, en ambos casos, el feliz final de la guerra, si bien en el caso de la calle de los Aliados se añadía el deseo de que la alianza de los pueblos llevara a un nuevo orden internacional que desterrara el uso de la fuerza. Todo un brindis al sol, visto lo visto.
 
La moción fue aprobada el 25 de abril de 1919, hace ahora la friolera de ciento un años, con los votos en contra de los concejales de derecha y del integrista José Gabriel Guinea, quien se opuso a los cambios propugnando que Bélgica se sustituyera por La Paz. Incluso se mostró dispuesto a apoyar la opción de Once de Noviembre, aludiendo a la fecha del armisticio. En cuanto a la calle de los Aliados, dijo: «…existen iguales motivos para ponerle ese nombre que para llamarla calle de los Imperios Centrales». Como ya se ha dicho, la iniciativa siguió adelante entre mutuos reproches de partidarios y contrarios.

La verdad es que no parece que las nuevas denominaciones (Aliados y Bélgica) tuvieran mucho éxito entre la ciudadanía vitoriana. Durante bastante tiempo los anuncios del comercio de ambas vías hacían también referencia a sus antiguas denominaciones, más enraizados en la población. Años después, en 1925, Francisco Javier de Landáburu, a la sazón colaborador de Heraldo Alavés mantenía su disconformidad con las dos denominaciones: «…a hermosas y concurridas calles de nuestra ciudad se ha dado el nombre de gentes que ni nos van ni nos vienen».
 El mismísimo Tomás Alfaro, en su obra Una Ciudad Desencantada, muestra un cierto desdén hacia esas calles reconociendo «… que apenas recuerda uno dónde fueron».
  
El 11 de diciembre de 1929, diez años después, desaparecían los nombres de las dos vías. El alcalde, Guillermo Montoya, propuso que la calle Bélgica pasara a titularse Paz — ¿un guiño a la sugerencia de José Gabriel Guinea?—. En cuanto a la de Aliados, quedó incluida en la de Postas, con toda la lógica del mundo, dicho sea de paso. Y aprovechó la ocasión para indicar que los dos nombres de marras representan «… respetables simpatías e inclinaciones, mejor para sentirlas individualmente que para ser exteriorizadas de un modo oficial…». 

En fin, es lo que tiene bautizar calles. Por cierto, la calle Aliados tuvo un ilustre vecino. Allí nació, en el número 6, el gran escritor vitoriano Ignacio Aldecoa Isasi un 24 de julio de 1925. Cincuenta y un años se cumplen el próximo 15 de noviembre de su fallecimiento. Ciento y uno, del “nacimiento” de su calle"

Testua eta argazkiak: Eduardo Valle