Baselizak eta herrietako komentuak, erligiotasun
ikurra bezala, definitu gabeko arlo batean betidanik kokatu omen dira mendeetan
zehar. Herriaren eta basoaren tarte horretan eraiki dira, esparru “liminala”
izenekoan. Zentzu honetan, eta gure gizartearen historioan, komunitateak
herriko elizaren inguruan segutitate espazioa sortu ohi du: kristautasun lekua.
Herritik kanpo, ordea, seguritate gabeko saila izaten dugu: basatia eta kristaua
ez den lekua.
Bi kontrako kontzeptutaz ari naiz:Bezatutzat
ematen den arloa eta aurrean basatia den arloa. Herria eta basoa. Kristautasuna
eta fedegabekotasuna. Baseliza eta zenbait komentu basatia den partean dagoen
kristau eremua dela esan liteke. Definitu gabeko muga honetan aritu dira
baselizetatik egindako ritualak eta ekintzak, eta gaur egun XXI. mendean
eguneraturik herriak berak sortutako liturgia berriak burutzen dira baselizeen
inguruan
La religiosidad ha estado marcada
siempre por su relación con la actividad social. Ya estudiosos del fenómeno como
Tylor (1871) establecían que la religión en cualquier grupo humano obedecía a la
necesidad de contacto con lo sobrenatural, pero también al deseo de normativizar
y regular la vida social de la comunidad. Se subraya de esta forma la
secular relación, no necesariamente antagónica, entre lo sagrado y lo profano.
En este sentido en la colectividad
humana agrupada en torno a la estructura de villa, aldea o pueblo se recreaban
aspectos que tenían que ver con lo trascendente y con lo sagrado. De igual
forma se definían lugares refugio, lugares seguros y zonas exteriores o de
peligro donde la indefensión era patente. Lugares limpios y lugares sucios.
Lugares civilizados y lugares salvajes. Espacios domesticados por la
civilización, por las leyes o por la fe; y por el contrario espacios sin
domesticar, donde se encuentra lo desconocido, morada de la barbarie, de lo
salvaje o de lo infiel. Muchos de estos conceptos que ahora nos parecen
superados, han permanecido en el imaginario de nuestros pueblos hasta hace
relativamente muy poco tiempo.
La villa, agrupada alrededor de la
iglesia y al abrigo de murallas (ahora esas murallas pueden ser virtuales o
psicológicas) y casas de fuertes paredes se convertía en el lugar civilizado
por excelencia. Zona segura, protegida por Dios y por la fuerza de la ayuda
comunitaria. En este espacio del pueblo la vida social se encontraba regulada y
el espacio natural había sido domesticado, por la agricultura y la ganadería en
su aspecto ecológico y económico; y por la religión en su aspecto trascendente
o social.
Fuera de los muros del pueblo quedaban
los prados y el bosque. Ese era el espacio salvaje donde las reglas eran
marcadas todavía por la propia naturaleza. Durante muchos siglos el bosque fue
lugar habitado por fuerzas sin control. Espacio inseguro, oscuro, salvaje. Basta recordar al médico suizo Paracelso que
en el siglo XVI dibujaba y describía con todo lujo de detalles imaginados a los
habitantes de los bosques europeos: seres deformes, monstruosos, diablos con
forma de árbol, ninfas, silfos, brujas, gnomos y un largo etc... Recordemos que
todos hemos crecido bajo el influjo de cuentos que nos hablaban de lobos
feroces, brujas, gigantes y hombres malos que nos podían devorar si nos
adentrábamos solos en el monte.
Dos
conceptos opuestos: espacio seguro frente a espacio peligroso. El pueblo como
civilizado y el bosque como espacio de barbarie han estado acotados y bien
definidos. Pero también es cierto que, desde la poderosa influencia de la
tradición católica, se señalaba un ámbito intermedio, un espacio fronterizo,
límite entre “dentro del pueblo” y “fuera del pueblo”, dentro de la seguridad y
fuera de la misma. Así encontramos en ese espacio en el límite entre lo
civilizado y lo salvaje elementos arquitectónicos o simbólicos como cruceros,
cementerios, conventos y ermitas.
Las ermitas, templos del bosque (es
paradigmática la acepción en euskera de la palabra. Baseliza = baso + eliza =
bosque + iglesia), surgen como espacios sagrados en territorio profano, o
cuando menos en la frontera entre lo religioso y lo profano. En muchos casos la
construcción cristiana se asienta sobre un lugar donde anteriormente han
existido castros celtas, asentamientos romanos o simplemente un claro del
bosque donde se celebraban prácticas precristianas. Ha ocurrido también en el
caso de numerosos conventos. La ermita
sería así un espacio que nadaría en la liminalidad, ese terreno que tan
bien definía Van Gennep; ese espacio límite, frontera entre la seguridad de lo
civilizado y la inseguridad de lo no controlado por el hombre.
Quienes en principio habitaban las
ermitas, eran eremitas que abandonaban la seguridad de la comunidad de
vecinos del pueblo. Con los conventos ocurría algo muy parecido, sujeto a las
normas de las distintas reglas religiosas. Unos lo hacían voluntariamente para
orar en silencio y cerca de Dios, otros lo hacían obligados con objeto de
purgar algún pecado o mala acción. En ambos casos muchas personas, con vocación
más o menos definida, recurrían a la ermita o al convento extramuros como
espacio alejado, como espacio exterior donde vivir de forma contemplativa y en
fusión con la naturaleza. Eran de alguna forma colonizadores para la
religión de un espacio que se encontraba en territorio de fuerzas malignas.
A pesar de que los rituales más
importantes de la comunidad se realizaban en la iglesia del pueblo, templo que
representa el núcleo central del mundo seguro y civilizado, se debía intentar
controlar a la naturaleza. Por eso, durante determinados días al año era
necesario conjurar a las fuerzas desatadas y salvajes. No en vano de la
naturaleza dependían en buena parte las cosechas y por lo tanto la economía de
subsistencia del grupo humano.
Por
ello muchos de estos ritos de petición de beneficios agrícolas y de
salud se realizaban fundamentalmente desde liturgias que tienen lugar en las
ermitas o conventos: ofrendas de productos del campo, peticiones particulares o
familiares, rogativas, procesiones, romerías...Es en este espacio liminal desde
donde se intenta conjurar a las fuerzas del mal, pidiendo que se alejen las tormentas,
el pedrisco, la sequía o las epidemias.
Los santos protectores tienen su
eficacia. Como muy bien apunta ese extraordinario antropólogo alavés que es
Josetxu Martínez Montoya [1] ...el
espacio ritual cambia, los referentes climáticos y organizacionales varían,
pero el agente social es el mismo. Es el pueblo el que intenta proteger los campos
que ha sembrado meses antes.
Hoy, la geografía alavesa sigue
teniendo vida en mucho de estos espacios liminales, Nuestra Señora de Angosto,
en el valle de Valdegobia o Ibernalo, en Santa Cruz de Campezo, siguen teniendo
vida y sentido para las comunidades cercanas. Edificios o instituciones, rodeadas
de un misterioso silencio (en muchos casos en ruina) son testigos de unas
tradiciones y una historia que reinventamos, readaptamos o redefinimos
constantemente, desde la voluntad de seguir siendo un grupo humano que se
considera y autodenomina pueblo.
Fotografías: Estas magníficas copias antiguas han sido conocidas gracias a la escritora e investigadora, experta en nuestro patrimonio arquitectónico, Camino Urdiain. Por sus referencias sabemos que fueron encargadas por la Diputación Foral de Álava a Schommer Koch en 1950 (ATHA-DAF-DAI-PP-005-094 a97)
[1] Mtz. Montoya J. (1996) Pueblos,
ritos y montañas. Prácticas vecinales y religiosas en el tiempo y en el espacio
de la comunidad rural. Bilbao. Desclée De Brouwer.