lunes, 24 de septiembre de 2018

A LAS ONCE, LAS DOCE


Eduardo Valle ikerle eta adiskidea berriro agertzen zaigu txoko honetara; oraingoan, hain gai eztabaidagarria bihurtu zaigun ordu aldaketa dela-eta. Duela mende oso bat egiten du atzera bere idazkian, eta Gasteizen lehen aldaketa hura nola bizi izan zen deskribatzen digu, ohiko bere idaztankera erakargarriaz. Badirudi ez direla ezadostasunak egungo errealitatea bakarrik. Orduan ere iritziak zatituta zeuden.

Era 1918 y la primera guerra mundial estaba a punto de terminar. Sin embargo, hacía tiempo que se notaban sus efectos en forma de paro, pérdida de poder adquisitivo y subida de precios en productos de primera necesidad. Tampoco ayudaba la falta de escrúpulos del gremio de los aprovechados, acaparadores y especuladores de diverso pelaje. Siempre los ha habido, en la guerra y en la paz

 La situación en Vitoria no era muy diferente a la de los alrededores. El alto nivel de desempleo se combatía a duras penas con algunas obras que se llevaban a cabo por entonces, tales como la traída de aguas de Elguea o la construcción del Nuevo Teatro en la calle San Prudencio. Mientras, las subsistencias disparaban su precio a pesar de la intervención de los poderes públicos y se empezaba a hablar de comedores sociales y de cantinas escolares para los niños pobres. En fin, un escenario muy negro.

Tan negro como el carbón, cuya escasez constituía un problema de primer orden tanto para la industria como para los hogares. Es por ello que el gobierno de turno, dirigido por Antonio Maura, siguiendo la idea puesta en práctica en otros países, publicó un Real Decreto por el que se implantaba por vez primera el horario de primavera-verano con el fin de ahorrar el encarecido combustible. La disposición, dictada el tres de abril de 1918, tendría efectos prácticos el quince del mismo mes. Ese día, curiosamente lunes, a las once de la noche, las manecillas de los relojes se adelantarían a las doce. 

En Vitoria, como en todos los sitios, el cambio de hora generó opiniones para todos los gustos. Aunque según los comentarios de la prensa de la época, la gente, en general, se lo tomó a chacota y con bastante cachondeo, como el que “agradeció” al gobierno que suprimiera de un plumazo una hora que, de haber transcurrido con normalidad, habría sido —dado la que estaba cayendo— una hora de sufrimiento.

Llegadas las once de la noche del día quince de abril, el público de los cafés que estaban abiertos esperaba con expectación el momento del cambio horario. Un buen número de personas se concentró en la plaza de la Virgen Blanca, junto al monumento a la batalla de Vitoria, para ver cambiar la hora en el reloj de San Miguel. La operación se desarrolló con puntualidad británica provocando ovaciones entre los partidarios de celebrar la novedad como si fuera el año nuevo —así lo querían festejar en Madrid y en otras grandes ciudades— y muestras de desagrado de los que consideraban que aquello era poco menos que un acto contra natura. 

Al cabo de un rato, unos cuantos poteadores con ganas de echar la espuela se traían en plena calle una buena discusión a cuenta del cambio de hora: que si a las tres serán las cuatro, que a las cuatro serán las tres, que si tal y que si cual. Todos querían tener la razón y la controversia subía de volumen por momentos. Guillermo Sancho Corrochano describió la escena en el periódico La Libertad con su habitual gracejo y pensó, camino de su casa, que los trasnochadores no se pondrían nunca de acuerdo… salvo para lo de la espuela

Esto del cambio de hora sigue siendo motivo de discusión. Unos defienden su efecto beneficioso para el ahorro y otros aseguran que no sirve para nada. Al recuerdo de uno de estos últimos está dedicado este artículo. A Manolo, un blusa de Belakiak que no cambiaba la hora de su reloj cuando todos los demás lo hacíamos. Un buen tipo al que conocí hace muchos años y que a las preguntas acerca de su “costumbre” siempre respondía: ¡Pa’qué!

 Eduardo Valle Pinedo

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